Un día típicamente informal, no recordaba
realmente si era domingo, o tal vez un sábado. No acostumbraba hacer nada los sábados
por la mañana, nada mas que levantarse temprano. Simplemente salir al sol y que
este cargue todas las células de su piel con su energía. Solo a veces, cuando llovía,
su lugar era la cama que hacia de sillón junto a la ventana, y se entre dormía
mirando el agua caer y golpear el vidrio. Era un placebo para él dormirse y despertarse,
sin hacer movimientos volverse a dormitar.
Pero aquel sábado del que les hablo, no era un sábado
común y corriente, si no más bien uno de esos sábados que no se levanta
temprano por que se acostó muy tarde el día anterior, y la curda le vivía en su
frente. Casi llegado el mediodía salió de la marea de sabanas húmedas que le
ataban el brazo. La habitación olía a ginebra, su costumbre de viernes largos
que no lo había abandonado anoche.
Como pudo llegó a la puerta y salió. Su
ojos no soportaron la impactante luz del mediodía primaveral y tuvo que taparse
con el brazo. Lleno un frazco vacio de dulce que había junto a la bomba de agua
y tomó mucha más agua de la que dejó y se dirigió al gallinero.
El Sol ya no estaba en el cenit, por lo que decidió dar montura a su tarde y en ameno galope llego al pueblo junto a Ramón fueron al almacén de Don Juan. Cargó las alforjas con dos botellas de licor de cebada y enebro, un poco de queso y a cambio dejó un par de conejos limpitos listos para la cacerola. No tardó en ensillar nuevamente pero justo antes de subírsele al Caput una escena lo atrapó.
El dolorido sabueso miró a su salvador que estaba
agarrándose el brazo donde el piedrazo golpeó, y este antes de enfundar su
cuchillo corto un pedazo de queso y se lo dio. Ramón limpio su osico en
el pasto y una vez que su dueño estaba arriba del Caput arrancaron rumbo al
oeste sin mirar atrás.
Su terreno a unos kilómetros del centro de Marcos
Paz era de aproximadamente un cuarto de hectárea y solo eso le bastaba para
tener un buen gallinero, unas cuantas conejas reproductoras y una pareja de
cerdos. Al costado de la casa donde siempre hay sombra a esa hora se encontraba
su flete Caput, un joven caballo que tenia desde potrillo, cuando le salvó la
vida a la yegua del Sr. Motus, un vecino de unas cuatro o cinco cuadras de
campo hacia el sur, cuando trataba de dar a luz. En cuanto llego donde las
gallinas, su fiel compañero Ramón se le arrimó. Un perro de mediano a gran
porte cruza de ovejero alemán y callejera que no se despegaba de él cuando
estaba fuera de la casa.
Tomó tres huevos que aún estaban tibios, y enseguida
que prendió un poco de fuego en su cocina económica que le quedaba alguna braza
del guiso que cenó, fritó los huevos y los desayunó con un poco de pan viejo
que tubo que tostar para poder comerlo. Como la cabeza le seguía tronando recogió
algunas hojas de un par de dientes de león que habían yuyiado por ahí y se hizo
un té.
El Sol ya no estaba en el cenit, por lo que decidió dar montura a su tarde y en ameno galope llego al pueblo junto a Ramón fueron al almacén de Don Juan. Cargó las alforjas con dos botellas de licor de cebada y enebro, un poco de queso y a cambio dejó un par de conejos limpitos listos para la cacerola. No tardó en ensillar nuevamente pero justo antes de subírsele al Caput una escena lo atrapó.
Tres jóvenes estaban manyando unos sanguches, al
parecer de fiambre, y como es costumbre, en cuanto se huele una mortadela en el
barrio se acercan los callejeros caninos de la zona, moviendo sus rabos de alegría
ante la probable feta amistosa que los pueblerinos le saben convidar, incluso el
Ramón puso toda su atención levantando las orejas y relamiendo sus fauces, pero
sin abandonar su posición junto al Caput. Ya no quedaba cola sin agite ni osico
sin espuma, y siempre hay un audaz que en atrevida empresa se arrima al papel y
en el primer descuido roba no solo una feta que ningún pajuerano supo rebolear,
sino mas bien todo el resto del embutido, y alejándose con cautela se prepara
para degustar su trofeo. Pero la muchachada ni bien notó lo ocurrido arremete
con ira averna y uno de ellos castiga al can con un palo, y sin un gramo de
lastima lo surte una y otra vez en el lomo. ¡Piedad! ¡Piedad! gritaba entre
alaridos y aullidos el animal, sin conseguir nada, los sablazos seguían uno
tras otro, ya no por recuperar el tardío almuerzo sino por bronca o maldad. Ramón
ya ladrando enfurecido ante la inclemencia de su raza tienta arremeter pero no
lo hizo sino hasta que su amo, procede con una mano delante junto al grito de
¡ALTO! y la otra por detrás en una precoz empuñadura de su facón. No había
misericordia en esos malvivientes que mientras uno seguía torturando al
pichicho, los otros dos dejaron de carcajear su llanto para agarrar unos
cascotes que pronto usaron para apedrear al valiente que se aproximaba. La
primer piedra paso de largo, pero la segunda dio en hombro sin detenerlo. El
herido perro fue olvidado y los tres rodeaban al solo. El que tenia el bastón
lo alzó y en cuanto lo hizo fue tomado por sorpresa por el Ramón que lo sujeto
del brazo apretando hasta romperlo y el facón ya desenvainado posaba sobre el
cuello del certero tirador.
Ahí nomas justo antes del desastre Don Juan, el
dueño de la despensa, gritó reiteradas veces ¡Basta! justo a tiempo para
detener el sacrificio. Ramón como si entendiese, o haciéndolo soltó el, ahora
más articulado que nunca brazo, al unísono que su dueño liberó el cogote del
que temblando calló de espalda al la tierra y con ayuda del tercero, y al
parecer, el menos bravo se levanto y los tres juntos rajaron en corrida maratónica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario